En Lisboa se ha sentido el viajero como en una isla remota y encantada. Sentado en la escalinata de la Praça do Comércio, tal vez confundido por el aroma salobre del ancho río que lame la piedra blanca, el viajero ha contemplado la otra orilla con una lejanía de millas infinitas. Y ha visto a su derecha el magnífico puente rojo que dicen que une a Lisboa con el resto del mundo, pero no se lo ha creído, como si fuera uno de esos puentes de película que llevan en unos pocos segundos a los viajeros a otra dimensión. El viajero, lo puede confesar, otra veces ha entrado por él a una ciudad que parece soñada.
Porque sus calles, su atmósfera, los hábitos que presiden la ciudad, parecen vivir en esa lógica inverosímil de los sueños. Al viajero le ha bastado unos pocos minutos para entrar en un espejismo. Cuando se empieza a recorrer Lisboa, en ese delirio de cuestas y perspectivas, y se escucha el lamento metálico de los tranvías en las curvas, y el ruido de los herrajes y los crujidos de las maderas en los funiculares, cuando se dobla una esquina y aparece de repente ante los ojos asombrados del viajero un fabuloso ascensor de hierro que remite a los tiempos de Eiffel, y se sube en él para llegar a un monasterio que aún mantiene la misma compostura digna y ruinosa con la que quedó después de un terremoto ocurrido en 1755, el viajero llega a la conclusión de que está ante una ciudad que no se parece a ninguna otra, pero que tiene la facultad de aprenderse de memoria, de hacerse irremisiblemente inolvidable.
El viajero, herido ya por una nostalgia futura, ha paseado por esas dos plazas gemelas, la del Rossio y la de Figueira, vecinas y simétricas, que parecen haber sido diseñadas por la imaginación de un urbanista loco, y ha entrado en la iglesia dos Domingos para contemplar, sobrecogido, las columnas de la nave central que aún permanecen carcomidas, ennegrecidas, por un incendio remoto. Y después ha recorrido la Avenida da Liberdade, donde junto a edificios de cristal y grandes anuncios de comidas rápidas, se levantan con un decoroso desamparo, majestuosos edificios art déco, que contienen en sus curvilíneas formas una fragancia de anacronismo.
El viajero en Lisboa debe dejarse llevar por sus impulsos, andar errabundo sin un destino preciso, olvidar los monumentos y las guías turísticas que alguna vez leyó, para comprender mejor el orgullo decadente de la ciudad. Frente a la Calçada da Glória, donde la extraordinaria pendiente hace necesario el auxilio de un funicular, el viajero ha decidido subirla a pie, sin tener en cuenta la temeridad de su decisión. Cuando ya ha alcanzado la mitad de la subida y el aliento no le llega del pecho, se da cuenta que en aquella cuesta disparatada hay tiendas y viejos almacenes, y un ambulatorio médico donde sin duda acudirá gente enferma, y que los lisboetas la recorren con una tranquilidad rutinaria. Pero al viajero no le da tiempo de salir de su asombro cuando llega al final de la pendiente y se encuentra en una plaza sombreada y elegante, que parece estar colocada allí para prolongar infinitamente ese asombro general de la ciudad. El viajero, todavía jadeante, se sienta en un banco y enciende un cigarro para asegurarse que aún permanece en la realidad. Y ante aquel abigarramiento de fachadas y colores que para sus ojos podría ser un cuadro o una visión, saca un libro de su mochila para tratar de entender el estado de su alma vinculada a la ciudad a través de los versos de Álvaro de Campos:
Otra vez vuelvo a verte,
con el corazón más lejano, el alma menos mía.Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo-,
transeúnte inútil de ti y de mí,
extranjero aquí, como en todas partes,
tan casual en la vida como en el alma,
fantasma errando por los salones del recuerdo,
con ruido de ratas y maderas que crujen
en el castillo maldito de tener que vivir…
El viajero levanta la vista a la claridad dorada de estos atardeceres de Lisboa, y descubre aun aturdido que no hay belleza más tangible que las casas de la Alfama, con sus densos azules, sus rosas leves, sus ocres calientes. Recorrer ese barrio, donde los tejados de algunas casas quedan a los pies del paseante y hay un aire de pueblo antiguo con sus ropas tendidas en los balcones y en las fachadas, es volver en un soplo a la infancia para siempre perdida. Toda Lisboa, en verdad, es un regreso a los recuerdos de otro tiempo, a un olor muy determinado en las calles, el del bacalao seco y el del humo de las brasas, el olor húmedo a vinaza de las bodegas y el de las especias de las tiendas de los ultramarinos. En el mismo centro, el viajero ha visto negocios con los estantes fatigados por los años donde se vendían simientes para hortalizas y arenques en salazón, librerías de viejo que guardan con celo, en armarios acristalados, libros de autores españoles completamente olvidados, y cererías con santos de escayola cuyos beatíficos rostros resistían mal el rojo destello de los vecinos neones de un sex-shop.
Pero no todo escapa a la lógica de la vida: en la Rúa Aurea, junto a un edificio neoclásico de grandes columnas que alberga a un banco, donde los elementos arquitectónicos se acumulan para ver cuál resulta más pesado y ostentoso, se levanta una casa con la fachada cubierta de gráciles azulejos azules, delicada, aérea, ligera. En un balcón, como único signo de vida, hay un letrero corroído que anuncia a un abogado, sin duda un abogado de causas perdidas. La casa está casi en ruinas; el banco se alza, sin embargo, poderoso, sobre la calle estrecha. Quizás esto no sea más que una metáfora de la vida.
Pero también en estos contrastes encarna Lisboa parte de su inverosimilitud. El viajero piensa en otras ciudades inverosímiles, Venecia o Praga, y se da cuenta que todas tienen la misma atmósfera paradójica de hospitalidad y extrañeza. Y al viajero no le extraña que las tres ciudades hayan dado su alma a otros tantos escritores radicales, distintos: Fernando Pessoa, el hombre que quiso ser muchos hombres, y Casanova, aquel posible farsante que aún no sabemos qué tipo de hombre fue, y Franz Kafka, el hombre que no quiso ser ni siquiera él mismo. El viajero también percibe que es otro bajo el reclamo silencioso de la noche húmeda, y siente en sus paseos por los jardines románticos de Lisboa una tregua melancólica y una dulzura envenenada de recuerdos, cuando aún no ha tenido tiempo de cansarse de la ciudad. Pero entiende que la vida es una sucesión de despedidas. El viajero, entonces, turbado por la belleza decadente de la morosa noche, piensa que es una pena no vivir en Lisboa, para poder olvidarla.