Lo más selecto (I). Henry James

Henry James, espectador de la vida

Javier Marías, hablando sobre Henry James, sostenía que éste fue un espectador de la vida, que apenas participaba en ella, o al menos no de sus aspectos más llamativos y emocionantes. Al igual que él, sus personajes también son espectadores, no actores, y precisamente esa cualidad supone que la escritura de Henry James sea puramente realista, pero de un realismo tan limitado por el punto de vista, es decir, tan henry jameslleno de subjetividad, sobreentendidos, sugerencias e intuiciones, que tuvo que inventar una nueva forma de contar las historias para verter sus inquietudes estéticas. Acaso leer los cuentos que escribió en plena madurez creativa sea la forma más satisfactoria de acceder a la genial obra del escritor norteamericano. Una buena muestra de estos relatos la podemos hallar en los que escribió entre 1900 y 1903, y que publicó bajo el título Lo más selecto (The Better Sort).

Fue este uno de los períodos más fértiles de su carrera, quizá porque sus temas, y el tratamiento que les daba, llegó a un dominio absoluto. Como sabemos, su fijación por el mundo artístico dio como resultado algunos de los mejores relatos que se han escrito jamás. Durante este período ya tardío de su vida los artistas sobre los que narra son, como él, espectadores de la vida que transforman su personal visión de la realidad en nudos dramáticos particularmente crueles. Muestra de ello es El Holbein de Lady Beldonald (The Beldonald Holbein, octubre de 1901), en el que la opinión de un artista arruina la vida de una persona.

Lady Beldonald es una mujer cuya vida gira en torno a la idea que se ha formado de su apariencia personal, una persona para quien la vanidad ha tenido el extraño efecto de ponerla siempre a salvo. Con su figura que parece guardada en un frasco con almíbar se presenta ante un pintor para pedirle que la retrate. Esta transparente apariencia es narrada por el pintor con la sabiduría de quien ha estudiado muchos rostros.

Lo que no sabe es la fórmula de la eterna juventud de Lady Beldonald: algún alma caritativa le revela que ella siempre ha buscado alguna mujer de compañía que haga de contrapunto a su belleza. Este contrapunto siempre consiste en una mujer fea, de una fealdad sistemática, alegre, leal, una mujer que parezca cacarear a su lado para hacer resaltar su hermosura. En el momento en que conoce al pintor, está a la busca de una señora de compañía, puesta que la fea de turno ha caído enferma.

El dudoso empleo recaerá en una tal señora Brash, una viuda norteamericana que “tras muchos trastornos y reveses, con una fortuna reducida al mínimo y diversos hijos enterrados o colocados” agradece vivir en Inglaterra con un trabajo ligero y agradable. La señora Brash es tan fea que nuestro narrador pronto descubre en ella una joya: es como un Holbein de la mejor clase. Los rasgos de su cabeza son prodigiosos, con una carita blanca y envejecida, en la que cada arruga es el toque de un maestro. De alguna forma, la señora Brash es bella, con una belleza devuelta por los siglos y por el pincel de un genio.

James juega aquí con la paradoja de enfrentar una belleza real con una pictórica, tan solo hallable en un lienzo, pero fácilmente reconocible. En este sentido hay como una crueldad vengativa en el destino de Lady Beldonald, que hasta ese momento se ha valido de fealdades mundanas para ser alguien, y que otra persona, por obra y gracia de un pintor de hace siglos, la supera en atención. Ante este revés de su fortuna cabe preguntarse si la vanidad de Lady Beldonald se centraba tan solo en su apariencia o más bien lo que buscaba era la atención de los demás a través de lo único que podía ofrecerles, un bello rostro.

No menos interesante es la pregunta que cabe hacerse acerca de los sentimientos que un artista puede volcar en su obra. La pátina del tiempo (The Tone of Time, noviembre de 1900) indaga en el subconsciente de una pintora a la que se le hace un extraño encargo: debe pintar el retrato de un hombre guapo, distinguido, agradable, de menos de cuarenta años, afeitado, bien vestido y con un porte de perfecto caballero. No hay fotografías, bocetos ni referencias; lo único que le piden es que ese retrato parezca antiguo, que parezca cubierto con la pátina del tiempo.

No menos extraña es la mujer que hace el encargo, una señora totalmente desconocida que aparece en el estudio de un reputado retratista, que comienza a sospechar el destino del retrato: un lugar privilegiado en el dormitorio de la mujer, como si fuera el marido que nunca tuvo, pero cuya presencia llene las carencias de una vida que no intuye fácil. El pintor, que no se ve capacitado para hacer un retrato de memoria, será quien delegue el encargo en su amiga Mary Jane Tredick, acostumbrada, a falta de compradores de sus obras, a copiar cuadros de Van Dick o Gainsborough.

Miss Tredick parece tener el modelo perfecto en la cabeza. Cuando a las pocas semanas su amigo se pasa por el estudio descubre un retrato portentoso que, como se le pedía, parece poseer ese encanto especial que solo da la tonalidad del tiempo. Es un retrato visceral, pintado con odio, de un hombre que posiblemente le hizo un gran daño en el pasado, del cual se venga con este cuadro. Como ya ocurriera en otros cuentos, Henry James cree en la facultad de los pintores para retratar el interior de las personas, de mostrarnos mucho más que los simples rasgos físicos.

La paradoja que plantea en este relato aparece cuando la extraña mujer que ha encargado el cuadro se pone ante él: su efusivo cambio de color, el horror en su mirada, le revelan al pintor que ella conoció al modelo, y que también tuvo una importancia decisiva en su vida. Pero esta vez, en lugar de odio, lo que se vislumbra es un infinito amor por el recuerdo del retratado. Odio y amor refundidos en una tela que une a dos mujeres que nunca se conocerán pero que mantendrán con su secreto el misterio del lienzo.

La sombra de una historia (The Story in It, enero de 1902) revela como pocos el dominio que llegó a tener Henry James de la técnica del relato. Apenas le hacen falta unos pocos elementos para crear una historia dramática. En este caso, se trata de la relación entre una mujer, Maud Blessingbourne, cuya edad no conocemos, ni sus orígenes, sino solo que está de visita en la casa de campo de una dama llamada Mrs. Dyott, y un hombre que llaman coronel Voyt, cuya edad tampoco conocemos y cuyas intenciones intuimos que están dirigidas con franco interés hacia Maud.

Podríamos decir que se trata de la típica historia de amor entre una mujer y un hombre que no se atreven a dar el paso decisivo sino fuera porque esa relación solo se vislumbra con tal sutileza que llega a la abstracción. Maud acaba de terminar de leer una novela en una de esas eternas tardes inglesas de lluvia. A pesar del mal tiempo, el coronel se ha acercado a la casa, lo que nos hace suponer su interés por ella, pero también podría estar allí por pasar un rato de charla. La cuestión es que la conversación gira en torno a la novela francesa que ha leído Maud y que ha encontrado sosa e insulsa.

El coronel Voyd, sin embargo defiende a los escritores franceses frente a los anglosajones que, según él, muestran el sentido de la vida “como cosa de gatitos y perritos”. Los franceses saben reflejar la realidad, la vida, en sus textos, y crean el drama de donde realmente procede: de las relaciones íntimas sometidas a la turbulenta complejidad del ser humano. Esta visión no es compartida por Maud, que no comprende por qué no se puede escribir sobre relaciones honestas, mujeres honradas y hombres buenos.

James mantiene el cuento en una continua y amable discusión literaria, pero tras estas opiniones subyace la personalidad de los hablantes y mucho nos tememos que el romanticismo de Maud no casa bien con la búsqueda de la aventura que parece entusiasmar al coronel. En realidad están flirteando, o esta es la impresión que queda después de leer el cuento, porque más allá de esta conversación sobre arte no hay nada más, y cuando llega el punto final creemos que James ha querido contarnos algo que se nos ha escapado, volvemos sobre las breves páginas del relato y ahí está, espléndida, una dramática historia de amor entre dos personas que se gustan pero cuya forma de pensar, en el fondo, no coincide.

En La casa natal (The Birthplace) nos encontramos a Morris Gedge, un ex profesor en decadencia, que es encargado de cuidar junto a su mujer de la casa natal de un escritor inmortal, que aunque no es citado en el texto, suponemos que es Shakespeare. Lo que comienza siendo una actividad placentera -mostrar la casa a los visitantes que entran en ella como en un lugar sagrado-, irá derivando en una lucha interior tras comprender que todo se trata de una impostura: la casa desborda de bustos y reliquias que posiblemente nunca pertenecieron al genio, presenta un mobiliario que sólo se asemeja al de la época, exhibe autógrafos de fieles célebres que sólo parecen refutar la autenticidad del establecimiento.

Pronto se rebelará contra ello y empezará a mostrar sus dudas a los visitantes, lo que provoca que su puesto peligre ya que está arruinando el espectáculo. La ironía del relato reside en magnificar de forma ridícula la memoria de un genio mediante la exhibición de anécdotas insignificantes en detrimento de su obra, que casi nada importa a quien se acerca con devoción a su figura. Solo podrá conservar su empleo cuando le dé a los turistas lo que quieren escuchar:

Me atrevo a decir que, si observamos de cerca, veremos la piedra de la chimenea desgastada por Sus piececillos.

Si en los cuentos anteriores la sutileza se hace arte, en Alas rotas (Broken Wings, diciembre de 1900) el patetismo alcanza cotas deslumbrantes: es uno de los relatos sobre artistas más desoladores que he leído. Un pintor y una dramaturga se encuentran después de muchos años en una casa de campo inglesa. Están rodeados de lo más granado de la sociedad y pronto se pregunta James el motivo de su presencia con tintes pesimistas:

De los presentes, eran los únicos que, en ningún sentido, se encontraban en posición de superioridad en relación con los demás. En nada los aventajaban; solo merecían que los mencionaran por su inteligencia; estaban en lo más bajo de la escala social.

No obstante, el pintor Stuart Straith no tiene la oportunidad de poder conversar con su vieja amiga Mrs. Harvey, puesto que ésta es solicitada por embajadores y hombres de alta alcurnia; parece lógico: ella obtuvo un éxito rotundo hace muchos años y su reconocimiento público es notorio. También es cierto que la escritora, cuando quedó viuda hace diez años, estuvo a punto de casarse con Straith, pero la ascensión de la que en ese momento disfrutaba el pintor la hizo suponer que no podría estar a su nivel.

En verdad todo es un malentendido, puesto que a Mrs. Harvey nadie la lee ya y sobrevive malamente escribiendo estúpidos artículos sobre Londres para una revista americana por tres chelines con nueve peniques. El destino del pintor no ha sido mucho mejor: ha tenido que dedicarse a diseñar vestuario para el teatro por cuatro chelines con seis peniques. El momento en que ambos conocen sus pobres destinos es antológico: hay algo de heroico en sus orgullos heridos. La mirada indulgente de James se posa sobre sus patéticos personajes sin dejar entrever que en aquellos momentos él se encontraba en su misma situación.

Para quienes conocemos su biografía, este cuento es el resumen de una claudicación, la conmovedora confesión de un eclipse: aunque hay varios tipos de éxitos, para Henry James, fracasos solo hay uno:

Y a pesar de todo, lo más duro no había sido tener que ir retrocediendo sino tener que jugar de farol tanto tiempo, tener que aguantar el tipo. Sin embargo, en aquel momento casi los arrastraba la enormidad del alivio de no tener que fingir el uno delante del otro. Eso les daba toda la medida del motivo que su valor, en el caso de ambos, había puesto a su servicio en el silencio y la oscuridad.

Lo más selecto. Henry James. Alba Editorial.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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