La ciudad vive, se manifiesta a través de sus habitantes. Y a la vez, los ciudadanos viven y se desarrollan en un espacio polifónico construido de calles y edificios, de tráfico y movilidad constante, de cambio y progreso, que influye en sus vidas, los hace y los transforma de forma incesante. John Dos Passos (1896-1970) pensó que el progreso de una ciudad se podía mostrar a través de sus personajes, haciéndoles jugar un rol de actores influidos por el entorno en que se mueven y analizando sus respuestas y actitudes. Manhattan Transfer (1925) fue la gran apuesta del escritor norteamericano, una impresionante novela en la que se produce una simbiosis perfecta entre la ciudad y sus habitantes, trazando una poderosa red de historias que vienen a convertirse en un ritual de lo cotidiano.
Lo primero que llama la atención de Manhattan Transfer es que no hay personajes protagonistas a los que podamos seguir en una historia con un desenlace determinado; el único y gran protagonista de la novela es la ciudad de Nueva York, en un espacio de tiempo muy determinado, las dos primeras décadas del siglo XX.
El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.
En las primeras páginas, Dos Passos compara Nueva York con Babilonia y Nínive, con Roma y Constantinopla: acero, vidrio, baldosas y hormigón serán los materiales con la que estará hecha la mayor metrópoli del mundo, la ciudad de los rascacielos, edificios de mil ventanas que nunca oscurecen, nuevas pirámides levantadas en honor al dinero y la ambición. En la inmensa ciudad, conoceremos las pequeñas historias de decenas de personajes que deambulan por sus calles y que respiran un mismo aire, la vida de lo que se llamó la multitud solitaria.
Los personajes irán entrando y saliendo de la novela a través de cortas escenas que nos los van situando en un momento determinado de sus vidas, con sus dramas y sus aparentes alegrías, algunos sólo para apenas conocerlos, como si fueran extras de la gran historia de la ciudad, otros -unos pocos- para seguir sus vidas con mayor detenimiento, para encarnar de alguna forma el latido de Nueva York.
Para ello, John Dos Passos utilizó la técnica del contrapunto, una fuerte estructura interna que sostiene el edificio de la novela y que marca a su vez el ritmo de su historia. La narración se resuelve contrapunteando secuencias de numerosos personajes, muy pocos de los cuales pueden considerarse principales, y haciendo cruzar sus vidas, la mayoría de las cuales se desarrollan al rumbo que le va marcando la ciudad. Cada fragmento, cada capítulo, es una nueva pieza que da color y vida a la ciudad, que muestra su carácter y personalidad, de forma que leído como un todo nos devuelva la imagen global de una Nueva York que en aquellos momentos se estaba formando. El universo humano es impresionante: trabajadores, personajes marginales, periodistas, empresarios, millonarios, contrabandistas, abogados, políticos corruptos, traficantes de alcohol, artistas, camareros o inmigrantes procedentes del campo constituirán el tupido tejido con el que John Dos Passos irá construyendo la realidad de Nueva York.
Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.
—Mala cara trae usted, amigo —dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.
—Vengo andando desde el norte del Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido silbante entre dientes.
—Y viene usted aquí a buscar trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.
—Voy a darle un consejito, amigo, que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pajas. Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
—Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador —gruñó Bud con la boca llena.
—Le digo a usted que eso es todo —replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.
Algunos personajes los iremos conociendo desde que inician sus primeros pasos por la ciudad. Son entonces seres anónimos, personas insignificantes en busca de un lugar en el que habitar y desarrollarse. Los veremos yendo y viniendo en el metro, entrando y saliendo de hoteles, barcos, tiendas, music-halls, teatros, bancos, rascacielos; los veremos bullendo por las aceras de la gran urbe, apareciendo sin presentación y despidiéndose de nosotros sin ningún gesto significativo. Poco a poco, sus historias irán encajando dentro del marco espacial en que se desarrolla su existencia y muchos de ellos entregarán su alma a la ciudad sin ningún escrúpulo a cambio de dinero. Son gente materialista, dominada por el sexo y la necesidad de escapar del hambre, cuyo único fin es alcanzar la prosperidad.
Una vez establecidos en Nueva York, la vida de los personajes empezará a cruzarse y ese será el momento en que la ciudad los enfrenta, los hace sobrevivir a la ambición y a la codicia, los rescata tocados y transformados. Nadie parece salir indemne de la fuerza arrolladora de Nueva York: como en un proceso de selección natural, sólo triunfarán los más desvergonzados, los contrabandistas, los corruptos, los indecentes. Nueva York -parece decirnos John Dos Passos- no es ciudad para mediocres. Los que no luchan con los dientes por salvar su pellejo, caen bajo el peso inmisericorde de la soledad y el hastío: ni el tráfico, ni los semáforos, ni el constante trajín de la gente se detiene ante nada; pase lo que pase a sus habitantes, seguirán funcionado y existiendo día y noche, con sol y con lluvia, en un perpetuo rehacerse que parece no tener fin.
Toda la noche los grandes edificios permanecen callados y vacíos, sus millones de ventanas apagadas . Babeando luz, los ferries devoran su camino en el puerto de laca. A medianoche los transatlánticos expresos de cuatro chimeneas zarpan de sus muelles luminosos para hundirse en la oscuridad. Los banqueros, con los ojos legañosos, oyen, terminadas sus conferencias secretas, los aullidos de los remolcadores cuando los vigilantes, gusanos de luz, abren las puertas laterales. Se instalan refunfuñando en el fondo de limousines y se dejan llevar rápidamente hacia la calle cuarenta y tantos, calles sonoras, inundadas de luces blancas como gin, amarillas como whisky, efervescentes como sidra.
La recreación de la ciudad, su atmósfera, el ambiente de las calles, los trabajos, las clases sociales son retratados con una maestría insuperable por John Dos Passos a través de un ritmo trepidante. La novela ya no es un espejo en movimiento que refleja una vida, sino un enorme ojo de Gran Hermano que todo lo abarca y todo lo ve: no sólo políticos, sindicatos, crisis económica, ley seca, mafia, relaciones amorosas o suicidios, sino también olores, colores, sonidos que van conformando un mosaico que sostiene esta impresionante novela hecha de situaciones tan normales, tan cotidianas, que vistas bajo la lente de aumento del autor, nos parecen monstruosas. Esa es la sensación que queda al final de la lectura de Manhattan Transfer: Nueva York, la gran ciudad, es un monstruo que devora a sus hijos.
Manhattan Transfer. John Dos Passos. Debolsillo.