Moeder (Madre), de Peeping Tom. Terror maternal, el museo de los horrores.

Peeping TomPeeping Tom es una de las compañías de danza-teatro contemporáneas más importantes a nivel mundial. La formación, asentada en Bruselas y nacida de la unión de la argentina Gabriela Carrizo y el francés Franck Chartier, figura como referencia de la escena internacional y está programada en los escenarios más relevantes de medio planeta.

Moeder (Madre), segunda parte de una trilogía nacida con Vader (Padre) (2014) y que continuará con Kinderen (Niños) (en 2018, supuestamente), un proyecto sobre la familia, los roles vitales humanos y las relaciones genealógicas, se estrenó en 2016 y pudimos disfrutarla en el Mercat de las Flors de Barcelona, entidad que también coproduce el espectáculo.

Escribir sobre los proyectos de Peeping Tom resulta una ardua tarea, puesto que es verdaderamente complicado reflejar con palabras lo que la formación plantea sobre el escenario. Su formalidad, hiperrealista, se tiñe de surrealismo y en cada espectáculo despliegan sobre el escenario todas las argucias imaginables para desestabilizar la lógica y epatar al espectador. Especialistas en romper las constantes del espacio y del tiempo y sumergirte en pesadillas que, para colmo, se jactan de estar salpicadas de un humor negro apabullante, los belgas plantean un cuadro en movimiento en que asistimos, con la naturalidad más pasmosa a un desfile de aberraciones y extravagancias que generan una experiencia única en nada comparable al trabajo de ninguna otra compañía que se precie. El circo de los horrores del siglo XXI.

Moeder nos conduce a un espacio indefinido pero perfectamente creado, hiperrealista, como mencionaba arriba. Lo que podría ser la sala de espera de una residencia, o también una sala de un museo, o bien los pasillos de un hospital. De todos ellos guarda referencias: las líneas asépticas, los colores apagados, una cabina acristalada, son los elementos afines. Y también hay signos distintivos que nos llevan a diferentes reconocimientos propiciando la confusión: en la cabina se dispone un velatorio, o bien se convierte en una sala de maternidad; una sala de espera se dispone en el lateral derecho, pero presenta una escultura en el centro -el cuerpo de un hombre penetrando en un ataúd-, cuadros colgados por las paredes de pasillos y también en la sala de espera; un órgano dispuesto en uno de los extremos del espacio… son los elementos que rompen con los cánones que todos tenemos en la arquitectura mental reconocible y que ya desde el inicio nos están suponiendo un reto a la coherencia.

Comienza la pesadilla, una serie de personajes deambulan por las estancias conduciéndonos a un universo onírico que, en su desarrollo, toma un cariz autónomo y se encamina hacia su lenguaje propio, único, sublimando su forma y convirtiéndose en último interés de un discurso que se antoja ilegible. Y efectivamente lo es: como un sueño. Y puesto que nadie puede entender sus propios sueños, poco ha de importar que los de otros resulten más o menos crípticos, tan sólo hay que apreciar y disfrutar la experiencia estética que nos ofrecen. Y Peeping Tom lo hace como nadie.

Podría hablarse de una trama argumental, un joven -bedel o guarda de un museo- presenta a sus padres -guía del museo, él; indefinido personaje que balbucea en un extraño idioma y que toca el órgano para comunicarse, ella- a una joven, advirtiéndoles que está embarazada. Tras dar a luz, su hija nace enferma y es confinada en un hospital, donde vivirá dentro de una urna de metacrilato y adonde irán a visitarla sus padres cada cumpleaños. Alrededor de estos pocos elementos narrativos coherentes, se dispone una gimkana de situaciones entre terroríficas, cómicas y estéticamente sublimes.

Siempre que he presenciado un espectáculo de Peeping Tom, he tenido la impresión de estar metido dentro de un libro pop-up, una estructura rezumante de misterio, de la que salen elementos fuera de lo corriente y que juegan con retorcidos ardides los cuales suscitan la fascinación hacia los terrenos más oscuros, como Erwin Olaf -fotógrafo holandés que no soy capaz de quitarme de la cabeza viendo este espectáculo- es capaz de hacer con su fabulosa serie de fotografías de muertes célebres Royal Blood. La sublimación del gore en delicadas imágenes de impactante fuerza que no dejan de producir admiración por su innegable belleza.

Pero además, hay que identificar en la compañía belga una tendencia coreográfia que, desde su formación en 2000, se está convirtiendo en lugar común y referencia de todo lenguaje contemporáneo que se precie: un estilo entre el virtuosismo y lo animal, encomiando el trabajo personal de unos bailarines (¿acróbatas?) que juegan con la plasticidad de sus cuerpos, bordeando los límites de lo humanamente posible y estableciendo nuevos parangones en lo que se pueda componer coreográficamente, haciendo alarde de unos físicos que parecen, ya no solamente no tener articulaciones o luchar contra la gravedad, como podemos ver en fragmentos en los que los intérpretes nadan sobre el suelo; sino que han llegado al extremo de no sufrir dolor, como vemos en el solo de la madre que salta con su hijo en los brazos, dando volteretas en el aire y cayendo sobre su columna vertebral, o un extremadamente angustioso pasaje en el que se mantiene constantemente sobre los empeines.

En Moeder también está presente el estilo cinematográfico -en buena medida auspiciado por lo realista de la maravillosa escenografia- que es común a las obras de los belgas, con claros referentes como David Lynch, de quien toman el universo sonoro, la atmóstera onírica y el enfoque de musical fuera de toda lógica (un parto que se convierte en un concierto de rock, Las cuatro estaciones de Vivaldi convertidas en un críptico material entrecortado); pero también podemos reconocer la ironía sangrienta de David Cronemberg -ese cuadro que no para de sangrar y que no pueden limpiar- o la higiene de lo brutal de Haneke. Así como destellos de fantasía apoyados en su fastuosa maquinaria lumínica y de efectos especiales, como la enfermera con los brazos descomunales que recuerda la Pesadilla en Elm Street de Wes Craven, o -momento álgido de la pieza- la máquina de café que cobra vida para morir y asistimos a su consiguiente entierro.

La propuesta de Gabriela Carrizo -por primera vez sóla en la dirección, tal como Chantier hiciera con la anterior Vader– convence y fascina, nos hace reflexionar sobre la figura materna, desde lo tierno y lo amoroso y también desde lo castrante y lo angustioso. Deja un escalón más para subir en la interminable escalera de representaciones de la familia, y nos conduce en un viaje alucinante donde las limpiadoras lamen las esculturas del museo, que, a la vez, son seres humanos y se quejan de sus terribles horarios. Todo se dispone sobre el escenario sin lógica alguna y, por arte de magia de una dramaturgia sobrecogedora y el excelente trabajo de unos intérpretes que poseen una presencia escénica fuera de lo corriente, todo encaja en el conjunto. Como cuando despiertas y recuerdas tu sueño. Y tu cuarto era un museo, pero a la vez, una sala de hospital en la que una cantante de ópera desnuda lanzaba gorgoritos a una cumpleañera encerrada en una urna de cristal, y todo era un velatorio. Y toda esa poesía visual sólo Peeping Tom es capaz de hacerla realidad. Y funciona, vaya si funciona, engrasados los engranajes con un talento bestial.

Moeder. Peeping Tom. Mercat de les flors

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