Jorge Luis Borges (1899-1986)
En el siglo V a.C. el filósofo griego Cratilo, discípulo del oscuro Heráclito, afirmó que todo se mueve, que todo cambia constantemente. Antes, su maestro, había escrito que todo fluye, que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, que las aguas han pasado, otras han llegado y aun nosotros ya somos otros. Cratilo va más lejos: ni siquiera podemos bañarnos una sola vez en el río porque el agua que nos moje una parte del cuerpo ya no será la misma que nos moje otra parte. Vivimos en un continuo devenir de las cosas, de los seres.
Acercarse a la vida y la obra de un autor como Jorge Luis Borges tiene mucho de esa concepción relativista de las cosas, que por lo demás compartía el propio escritor. Hay decenas de libros en los que es estudiada, criticada, examinada, escrutada, su biografía, su obra literaria, sus palabras, sus ideas, incluso sus bromas. La obra que escribió Borges no abarca sino una centésima parte de los libros que se han escrito sobre él, y como esas bibliotecas a las que tanto apego tenía, internet se ha convertido en una laberíntica macrobiografía del escritor argentino en enlaces que se bifurcan en otros enlaces que a su vez llevan a otros enlaces y así hasta el infinito, donde se incluyen estas mismas palabras.
Aunque murió en 1986, su obra crece y crece con cada lectura, con cada disquisición, y lo que en principio parecía inmutable, que eran sus textos, ahora ya son versiones, aproximaciones, aclaraciones, hasta el punto de que quien se acerca al mundo borgiano con cierta ingenuidad descubre perplejo que lo que Borges escribió casi carece de importancia porque lo primordial es lo que quiso escribir, lo que quiso decir aunque no lo dijera o aunque dijera lo contrario.
Borges, su obra, y también su vida, deviene constantemente porque cada lectura de sus páginas, como él mismo defendía, hace que nosotros mismos seamos Borges.
Lo que ocurre es que, al contrario de sus comentadores, él jugaba; jugaba intelectualmente a ese juego que es pensar en aquello que no es tangible, que es pura ficción, la metafísica, la literatura, la propia vida como una parte de la historia que nosotros mismos podemos cambiar u ocultar a nuestro antojo. Por eso se apoyaba una y otra vez en citas insólitas de oscuros escritores, en obras que él inventaba y que después otros buscaban afanosamente en bibliotecas, en sistemas filosóficos tan indemostrables que parecían una verdad absoluta, porque de eso se trataba: las ideas, para él, eran más estimadas por su valor estético que por su formulación real, le interesaban más las hipótesis inverosímiles que las tesis. Parafraseando el mundo periodístico (¿pero qué no ha parafraseado Borges?) podríamos decir que él no dejaba que la verdad estropeara una buena cita.
Hay libros sobre la relación de Borges con la cábala, pero él no sabía nada de cábala; ensayos sobre Borges y las matemáticas, aunque él reconoció no interesarle las matemáticas; estudios sobre Borges y el psicoanálisis, a pesar de que Borges declaró que Freud le parecía un viejo chismoso; artículos sobre Borges y la religión, pero él se declaraba agnóstico y salvo el budismo, que lo atraía pero no lo compartía, no escribió sobre otras confesiones religiosas.
Podemos examinar con estupor comentarios de varias páginas sobre un párrafo transparente de Borges, explicando de forma farragosa e incierta palabras que no suscitaban polémica alguna; estudios esotéricos sobre cuentos que no requerían más que una feliz y relajada lectura; críticas y exégesis igualmente delirantes sobre temas en los que Borges defendía una interpretación y su contraria por el solo y evidente hecho de que las dos le parecían igualmente fabulosas.
Leyendo una biografía tras otra, estudiando análisis y más análisis sobre su obra, llegará un día en que se hayan olvidado los propios textos de Borges. Sabemos que los “rombos amarillos y rojos” que aparecen en su relato La muerte y la brújula correspondían a los mismos rombos que decoraban el hotel Las Delicias de Adrogué, donde veraneaba con su familia. Conocemos otros miles de detalles de su vida y de su obra, y de su obra respecto a su vida, de modo que Borges ha quedado diluido en un sinfín de palabras de otros que quieren hacer pasar como suyas.
Él mismo se ha convertido en un devenir, en algo sujeto al tiempo y a la transformación, al cambio, a la dinámica del movimiento perpetuo. Será por eso que la vida y la obra del escritor argentino parece también un continuo devenir porque su mundo fue fundamentalmente libresco y por tanto sometido a las leyes de la arbitrariedad, y si primero encontramos en él al escritor radical que alaba la revolución soviética, después vemos que se transforma en un pasional poeta porteño defensor de los arrabales hasta que, pasando por ensayos de expresión barroca a extraños estudios sobre el idioma sajón, irrumpe –por puro accidente- el cuentista fantástico que parece que siempre fue, aunque sus más celebrados relatos los escribiera en poco más de una década.
Después, y a pesar de haber escrito lo más renombrado de su obra, pasa casi al olvido como escritor hasta que otro accidente le da la merecida celebridad y de repente, tras décadas de silencio, reaparece el poeta, pero no aquel poeta sufridamente porteño sino un sofisticado poeta intelectual, y algo más tarde, un escritor realista que nunca pensamos que pudiera existir en él.
Finalmente, el hombre de letras que convierte el prólogo, la conversación y las conferencias en obras de arte, va dejando en sus poemas, que cada vez hablan más de sí mismo, las señales precisas para que sus lectores vayamos recogiendo, igual que en el cuento infantil, esas migas que él quiere dejar por el camino para desvelar una verdad personal que, intuimos, ni él mismo sabía puesto que el azar (¿pero qué vida no es azar?) hizo devenir al hombre Borges en el poeta Borges, en el cuentista Borges, en el secreto Borges, en el famoso Borges, en el adorado Borges…
Ese hombre, que no sabía qué hacer con la realidad, juega con ella, la transforma en maravillosa a través de su propia imaginación y sus delicadas palabras, ironiza con los problemas fundamentales del pensamiento humano, se recrea en el tramposo pasado, evita los pormenores sentimentales, pero siempre está inventando un mundo ilusorio y paralelo tanto en la vida como en la literatura, que en verdad es su vida, su única vida.
Como una ironía más de su destino, o tal vez como otro juego, un juego en serio, ese hombre tímido que se escondió de las pocas personas que transitaron por su vida, cimentó su fama mundial muchas veces confesando por escrito aquello que en privado jamás se atrevió a decir; en el prólogo de uno de sus libros afirmó:
“Vida y muerte han faltado a mi vida. De esa indigencia, mi laborioso amor por estas minucias”.
O en este poema, una revelación que escribiría en 1975, a los 76 años de edad:
El remordimiento
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.
Extraordinario soneto de Borges que nos deja una propuesta impagable: ¡El hombre tiene que ser feliz!
La felicidad es el único trascendental verdadero. No existe otra teleología universal.
Toda filosofía, todo pensamiento, se inicia y se termina ahí.
La finalidad máxima de toda empresa humana, su razón de ser auténtica, no es otra que la de ser feliz.
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer…….
Obsérvese que la palabra utilizada por Borges para lamentar su desdicha es que ha cometido pecado.
Las implicaciones de no ser feliz son implicaciones de carácter moral. De manera que eleva la desdicha vital a una categoría moral. No ser feliz es una inmoralidad, ¡qué grande Borges!
Por otra parte el poema también nos habla de los elementos, como la gran metáfora del bien, del camino que nos conduce al objetivo. Lo sencillo, lo que está al alcance de todos, eso es el bien universal.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Sin embargo el yo poético se aleja del naturalismo, de la esencia trazada por la biología, y se introduce o se desvía hacia la intelectualidad, hacia el arte. De nuevo aquí aparece esa máxima del siglo romántico que sostiene que la razón y la virtud, al contrario que los griegos, no conduce a la felicidad.
Mi mente se aplico a las simétricas
porfías del arte, que entreteje naderías
Maravillosa propuesta la de Jorge Luis Borges; empeñarnos en los mundos de las ciencias, de la metafísica, de la razón ilustrada, no vale para eso.
Borges hace una apuesta por la vida sobre todas las cosas. por la naturaleza primera de ser.
Magnifico Borges, que nos recuerda aquella sentencia latina:
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