Rosaura a la diez. Marco Denevi

Qué extraño es el destino de algunos escritores; por ejemplo, Marco Denevi escribió en 1955 una novela única e irrepetible, Rosaura a la diez, a medias entre la narración policial y el relato convencional, que mereció el inmediato favor del público y de la crítica. Poco después, recibiría el premio de la revista Life al mejor cuento en 1960 por Ceremonia secreta, que sería llevado al cine por Joseph Losey en una película protagonizada por Liz Taylor, Robert Mitchum y Mia Farrow, y después se lo tragaría el anonimato a pesar de continuar una brillante carrera como novelista y escritor de cuentos.

Para mayor extrañamiento, Rosaura a la diez fue escrita en un momento en el que la narrativa hispanoamericana despertaba su importancia ante el mundo y de hecho participa de todos los elementos que la harían característica: imaginación, novedosas estructuras narrativas, juegos con el lector y riqueza de lenguaje. Por derecho propio y por cualidades, Marco Denevi debería haber entrado en esa nómina de escritores privilegiados por todos conocida, pero los caprichos editoriales y –todo hay que decirlo- la propia actitud del autor, refractario a los cenáculos literarios, lo abandonaron a quedar situado en un lugar secundario dentro de las letras argentinas.

Marco Denevi, con su habitual ironía, fue consciente de esta situación cuando indicó: «Mi mayor ambición es que el acto de la lectura sea de disfrute, de goce para quienes me leen En estos tiempos en que tanto dolor y humillaciones nos inferimos unos a otros, hacer feliz a alguien es tan hermoso… A mí no me importa más que eso.» Y añadía que sus cinco mil lectores fieles “no me harán rico, pero me hacen feliz».

Rosaura a la diez hay que leerla a la luz de esta idea de la felicidad como consecuencia de la lectura. Sin duda, por su estructura narrativa, por el tema elegido, por la forma de exponer la historia, fue escrita por su autor para que los lectores disfrutaran de sus páginas. Como ya hemos dicho, se trata de una novela policial pero deberíamos añadir que es una falsa novela policial que no se ajusta en ningún aspecto a los cánones del género.

Es cierto que hay un crimen, una víctima y un asesino, pero ahí termina cualquier parecido con una novela negra. Es más: si dijéramos que la primera mitad de la narración parece sacada de un libro de Benito Pérez Galdós no faltaríamos a la verdad. Puestos a meternos en disecciones académicas, diría que Rosaura a la diez es una novela naturalista, si bien tampoco se adecúa al género porque en un momento dado, de repente, gira a ser una novela estrictamente dialogada, es decir, atemporal, hasta sus últimas 20 páginas, en las que, ahora sí, podríamos incluirla dentro de la novela policial por la estricta razón de que conocemos al asesino, cuestión que a esas alturas del texto casi no importa en la mente del lector.

Dada la mezcla de géneros, y la irónica intención del escritor de saltárselos todos, haremos un nuevo intento de explicar la estructura de esta novela con lo que podríamos denominar la estrategia de las gallinas, de acuerdo con las descriptivas palabras de uno de sus personajes:

Hay a lo mejor en el gallinero un trozo de comida, pudriéndose en el barro. Ninguna lo recoge. Pero basta que una empiece a picotearlo, para que todas se lo disputen y corran por el gallinero quitándose unas a otras el pedazo de bazofia, y hasta son capaces de pelearse por él y de ensangrentarse las crestas.

El escritor argentino Marco Denevi (1922-1998)

Pues bien, de eso va la novela: de un montón de gallinas picoteando un trozo de bazofia. Baste decir que la historia se desarrolla en la Pensión La Madrileña, de Buenos Aires, un humilde establecimiento regentado por doña Milagros Ramoneda, viuda de Perales, junto a sus tres hijas. A la pensión llega un día un restaurador de arte, tímido y de débil carácter, que con el tiempo es aceptado por la dueña como uno más de la familia. La pensión es un lugar limpio y decente como sacado de una novela de Pérez Galdós y doña Milagros podría haber sido una de las famosas protagonistas del escritor canario.

El ambiente y la opaca personalidad de los huéspedes participan de ese tiempo muerto de las novelas naturalistas que se rompe un día cuando el cartero lleva un sobre rosa, con letra de mujer y olor a violetas, a nombre del inofensivo Camilo Canegato, el pacato pintor. Esas cartas, que recibe con periodicidad semanal, serán el McGuffin de la novela, o dicho en términos de Marco Denevi, la bazofia que empieza a picotear la muy cotilla doña Milagros y que todos los demás huéspedes se disputarán para activar algo sus muy grises vidas.

Las cartas vienen firmadas por una tal Rosaura, que gracias a la lectura furtiva de doña Milagros (y, no se sabe cómo, de los demás parroquianos, cuando el pintor está ausente), nos lleva a la conclusión de que es la hija de un rico viudo que ha encargado a Camilo la restauración de un cuadro en su mansión, y que ha caído prendida de amor por el artista mientras lo veía trabajando.

Como se da la circunstancia de que estos acontecimientos los conocemos a través de una declaración que doña Milagros hace a la policía tras la comisión de un crimen, debemos asumir –no nos queda más remedio- que el insufrible relato de los hechos que hace doña Milagros, lleno de digresiones sentimentales y chascarrillos de todo tipo, son las únicas pistas que nos llevarán al descubrimiento del criminal.

Sin embargo, el trivial y por momentos esperpéntico discurso de la dueña nos lleva también a concluir que estamos ante una historia no fiable, para regocijo del lector, que está esperando que alguien con un poco más de coherencia le aclare la verdad. Tal labor parece que va a recaer en David Réguel, un universitario habitante de la pensión, abogado en ciernes, pedante discurseador y paranoico malpensante forjador de conspiraciones, quien da una versión completamente distinta a la de doña Milagros, a la que acusa de sentimental y manipuladora.

Más tarde le corresponderá el turno al propio Camilo, aparente protagonista de la historia, que debería conocer de primera mano lo acontecido pero que, en un extraño arranque de sesudo discurso, se pone a hablar más de arte y de sueños que del caso que a todos nos ocupa.

Obsérvese que en este momento, cuando apenas quedan unas pocas páginas para que acabe la novela, Marco Denevi se divierte con el lector (que a su vez, sin duda, también se está divirtiendo) y en lugar de esclarecer los hechos por parte de quien presumiblemente debe saber la verdad, prolonga la incertidumbre acerca del asesinato con un discurso que, cuando parece que va a aborda el tema principal, se pierde en digresiones, muy acertadas e interesantes, pero que nada tienen que ver con lo que el lector está esperando de él.

Y de repente, la breve declaración de una de las clientas de la pensión, en la que apenas habíamos reparado, nos lleva a otro personaje, la criada, en la que habíamos reparado aún menos, para no aclararnos apenas nada pero, eso sí, que sirve para llevarnos al fragmento de una carta escrita por Rosaura que será definitivo para dar a conocer la verdad, mucho más compleja y azarosa de lo que parecía a primera vista.

Advierto que, a pesar de lo escrito, no desvelo nada fundamental para aquellos que quieran leer esta novela como una narración policial y sí me sirve, sin embargo, para constatar la maestría que Marco Denevi desplegó en este libro inolvidable y divertidísimo. Durante 40 años, el escritor argentino continuó manteniendo esta irónica y tierna mirada sobre la condición humana, acaso buscando esa zona inconfesable que todos tenemos, esa parte de nuestra personalidad que tratamos de ocultar a los demás. Creo que la escritura de Denevi era demasiado inteligente para el lector común, demasiado incisiva sin perder cierta candidez poco habitual en la narrativa, como aquél que dijo que el rey estaba desnudo, y lo peor que le puede ocurrir a un escritor es mostrarle al lector su propia desnudez.

Rosaura a la diez. Marco Denevi. Alianza Editorial.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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