Antonio y yo

Beatus_ille

Hubo un tiempo en que para mí las librerías eran tiendas de lujo. Miraba sus escaparates con la misma fascinación con que algunas personas modestas miran los expositores de las joyerías.

Eran los años en que yo estudiaba la carrera universitaria en Jaén. Gracias a su portentosa biblioteca pública, me leía a diario un libro, pero mis exiguas adquisiciones podían limitarse a poco más que las novelas que se vendían en los quioscos y eso gracias a las pequeñas sustracciones que hacía del monedero de mi madre, que imagino que sabía y callaba. Es cierto que cada día leía más, pero mi sueño era otro: tener una biblioteca como la del padre de mi amigo Rafa, donde se conjugaba la cantidad y la extraordinaria calidad con la belleza de las encuadernaciones.

En 1983 descubrí en Jaén una librería que inmediatamente llamó mi atención. Estaba en un remoto callejón de improbable tránsito, tenía la fachada pintada de color morado, carecía de escaparate y lucía un rótulo minúsculo: Librería Metrópolis. Siempre pensé que era una librería más digna de Praga que de Jaén. Entrar en ella tampoco difería mucho de un relato de Kafka: los libros estaban colocados según algún criterio cabalístico del que José Luis, su dueño, solo tenía la clave; allí no se miraban libros: se desenterraban libros. La seductora atmósfera de la librería se remataba con una relajante música de jazz de fondo y las paredes cubiertas de cuadros de pintores jóvenes. Imagínense el deslumbramiento de un joven de 18 años que procedía de un pueblo donde los libros se vendían en vetustas papelerías, entre lápices y cartabones.

Pero lo más asombroso para mí era que, cuando uno entraba por la puerta, el dueño me saludaba y seguía leyendo el libro que tenía delante. Nunca preguntaba qué quería comprar. Y como yo no podía comprar nada, el trayecto hacia la Librería Metrópolis se convirtió para mí en un placer casi diario. Allí podía ver las novedades editoriales, en un momento en que España estaba saliendo culturalmente de un largo letargo de siglos y los editores empezaban a apostar por los autores españoles.

Por entonces leía con avidez las críticas literarias del ABC e inmediatamente iba a Metrópolis a echar un vistazo a las novelas mejor reseñadas. Miraba la contraportada, leía las primeras páginas, olía ese emotivo olor a papel nuevo que solo pueden tener los libros recién editados. Calibraba cada palabra leída, contrastaba mi intuición con la crítica del libro que casi me sabía de memoria, miraba la fotografía del autor, buscaba en su pequeña biografía literaria algún signo que me dijera que esa novela merecía que me gastara en ella un dinero que me costaba mucho esfuerzo ahorrar, porque si me equivocaba se me haría más largo el tiempo que necesitaba para volver a comprar otro libro.

Creo que fue un día de febrero de 1986 cuando entré en Metrópolis y vi junto al pequeño mostrador dos cerros de libros exactamente iguales. Me acerqué a mirar y vi una portada bastante fea donde un guardia civil de espaldas se acercaba a caballo a unas casas. El título era Beatus Ille y su autor un desconocido llamado Antonio Muñoz Molina, un desconocido para los demás, porque antes de que publicara su primera novela, Antonio Muñoz Molina y yo ya éramos viejos conocidos aunque solo nos hubiéramos visto una vez.

En la solapa comprobé con sorpresa que era de Úbeda, paisano mío, que, como digo, ésta era su primera novela y que el escritor tenía más bien cara de bandolero. La contraportada decía que la novela «revela a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra literatura actual». Bueno, eso ponía en la contraportada de todas las novelas de los nuevos escritores españoles.

Pero la sorpresa estaba en el interior, en sus primeras líneas: «Ha cerrado muy despacio la puerta y ha salido con el sigilo de quien a medianoche deja a un enfermo que acaba de dormirse». Miré de reojo al librero para ver que él seguía a lo suyo, y continué leyendo. En pocas visitas ya me había leído dos capítulos y estaba cautivado por esa prosa casi hipnótica que posee esta novela, pero había un inconveniente: las amenazantes 600 pesetas que marcaba la primera hoja. Había un serio obstáculo entre Antonio Muñoz Molina y yo que no podía esperar a mis siguientes ahorros. Cómo conseguí ese dinero revelaría un secreto vergonzoso, pero puedo confesar que tiene algo que ver con la asignación que mi tío Mateo le daba a mi abuela para pagarme los estudios.

Jaime se pregunta qué clase de olfato literario tengo para anticiparme a lo que después sería la brillante carrera de Muñoz Molina, pero es que nadie puede imaginar lo que sentí cuando terminé la novela de un tirón y cerré sus páginas: no solo era una novela extraordinaria, con una prosa de inesperados matices, sino que nadie escribía como él. Tal era mi entusiasmo por aquel descubrimiento que me dediqué a  dar la paliza a todo el que pillaba por delante -entre ellos a Jaime, como él bien recuerda- asegurándoles que ese escritor llegaría lejos porque sólo había que tener ojos en la cara para adivinarlo.

Busqué en la sala de lectura de la biblioteca alguna referencia a esa novela pero extrañamente no recuerdo ningún periódico que hablara de ella en su momento, y en las demás librerías que visitaba ese libro no existía. Solo en Metrópolis iba menguando muy poco a poco los dos cerros de ejemplares que obstinadamente José Luis mantenía junto al mostrador. Muñoz Molina por entonces no era un escritor profesional sino un modesto administrativo del Ayuntamiento de Granada, y años después, una noche, un amigo del poeta Jesús Saavedra me dijo con cierta retranca que a aquel oficinista con cara de pueblerino se le conocía en toda Granada porque iba a las tertulias literarias de los cafés, se sentaba modestamente en un segundo plano y apenas abría la boca, lo que le supuso entre los tertulianos más ingeniosos o dicharacheros un mote que callo por respeto al escritor, pero que confundía su timidez con cierta falta de entendederas. Seguramente esos mismos contertulios seguirán yendo a los cafés a regodearse en su rancio provincianismo.

Por entonces, antes de salir su primer novela, Muñoz Molina publicaba discretamente un artículo semanal en un periódico de Granada. El relato que el propio autor ha hecho de aquellos días de dudas y esperanzas merecería una entrada aparte. En la solapa de Beatus Ille se afirmaba que había reunido sus artículos en los volúmenes El Robinsón urbano y Diario del Nautilus, y aunque del primero, por una increíble casualidad tenía un ejemplar, me puse desesperadamente a buscar el segundo. Hay que recordar al lector que en 1986 no existía la tecnología actual, y que la búsqueda de cualquier cosa que no fuera notoria era tarea digna de un detective privado.

Quiso la suerte que al año siguiente, Jaime comenzara sus estudios en Granada y yo había conseguido localizar uno de esos volúmenes de artículos, Diario del Nautilus, publicado por la Diputación Provincial de Granada. Supongo que Jaime removería Roma con Santiago para encontrarlo, pero la cuestión es que me lo compró. Ya desde entonces inicié un idilio con la labor articulista de Muñoz Molina que sigo manteniendo cuando todos los sábados bajo a comprar El País para leer -y sobre todo tener, puesto que podría leerlo por internet- el artículo semanal de Muñoz Molina. Solo mis amigos Rafa y Jaime saben de mi particular fetichismo por poseer físicamente los artículos que ha ido publicando el escritor durante más de 30 años en cualquier periódico o revista y que suman más de mil. Creo haber escuchado a Rafa afirmar que yo tengo más artículos guardados de Muñoz Molina que el mismo Muñoz Molina, posibilidad que no descarto. La rocambolesca forma con que me he ido haciendo de esos artículos a lo largo de mi vida merece una crónica aparte que haría sospechar a más de uno de mi equilibrio mental.

Y ni tengo que decir que en mi biblioteca no solo lucen todos sus libros, sino que tengo una novela más que cualquiera, incluso que el propio Muñoz Molina: una novela corta que publicó por entregas en 1995 en El País y que nunca se ha llegado a editar. Y como a mí eso de encuadernar se me da muy bien, pues convertí aquel texto en un libro para uso propio que nadie más posee.

La historia de aquel descubrimiento se remató un año después, cuando en marzo de 1987 el crítico Leopoldo Azancot (al que le debo eterno agradecimiento puesto que libro que criticaba mal me lo compraba de inmediato con la seguridad de ser una obra maestra), escribió en su columna del ABC que «Beatus Ille es un ejemplo especialmente ilustrativo de ese tipo de novela que se escapa de las manos de su autor porque éste no dejó que la materia de la novela encontrara por sí su propia forma (…) sino que le impuso una determinada a priori y en función de ideas más o menos tópicas sobre lo que debe ser una novela moderna». Fue entonces cuando realmente me convencí de que Antonio Muñoz Molina sería con el tiempo un escritor consagrado.

Como ya sabe todo el mundo, en 1988 le llegó el éxito y el reconocimiento con su segunda novela, El invierno en Lisboa (ruego a los lectores que lean la crítica visionaria de Leopoldo Azancot a esta obra). La trayectoria literaria de Muñoz Molina se puede leer en cualquier periódico de estos días, aunque por supuesto, llena de inexactitudes y omisiones. Porque la historia real, la verdadera, solo la conocemos Antonio y yo.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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Un comentario

  1. Leo con avidez en el metro mañanero los correos que me envía la web cicutadry, disfrutando de cada juicio, de cada opinión, de cada palabra.
    Este artículo me ha retrotraído a la época juvenil, en la que me fascinaba la erudición literaria que desplegaban mis jóvenes amigos, a los que admiraba profundamente, y a los que debo haber leído todo lo que he leído, y leer todo lo que aún hoy leo en castellano.
    Recuerdo como si fuera hoy la mayor parte de las vivencias que cuenta José Luis en relación con Antonio, cómo me hizo amar la obra de este paisano escritor desde el primer momento.
    Me ha cautivado tanto el artículo que, transido de emoción, me he olvidado de todo, de adonde iba, me he equivocado de parada de metro. Como pasa con los buenos libros.
    Felicidades Don Antonio, paisano y amigo íntimo a través del papel, mediante el cual ha compartido y comparte con nosotros lo que hay en su memoria y en su corazón.
    Felicidades Don José Luis por la visionaria profecía que ya vislumbraba al genio que era y que sería cada vez más grande.

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