El inspector, de Nikolái Gógol: retrato de la corrupción política

Nikolái GóPortada de El inspector, de Nikolái Gógolgol comenzó a escribir El Inspector en 1834. Cuando el autor quiso estrenarla se encontró con múltiples reparos por parte de la censura y tardó algo más de un año hasta que le autorizaron su estreno. Pese a que la puesta en escena no satisfizo del todo a Gógol, la obra le dio una enorme popularidad como escritor. Consiguió crear polémica y que se hablara de su obra, y aunque las opiniones estaban divididas entre quienes la consideraban de mal gusto y quienes creían que se trataba de una crítica mordaz pero acertada, el prestigio de Gógol como escritor subió como la espuma y, en cuanto a su comedia El inspector, resultó ser una importante influencia en la literatura rusa posterior y todavía hoy es considerada una de las mejores piezas teatrales rusas. Las razones de la controversia que suscitó el estreno de esta obra son obvias: El Inspector es una crítica despiadada a las clases más poderosas de la sociedad y muy en especial hace una disección sin piedad de la clase política que utiliza su cargo y su posición para obtener provecho propio. Resulta notable el uso del humor, de la ironía y hasta del más puro sarcasmo. Verdaderamente, es una obra de teatro muy divertida en la que se ridiculiza al alcalde y todos los concejales, consejeros y funcionarios que lo rodean. El mensaje de Gógol puede resumirse en una frase que aparece en el epílogo de El inspector: “que no te irrite el espejo si es el jarro el que está torcido”. Ante las críticas que le acusaron de que no había un solo personaje bueno en toda la obra Gógol se defendió destacando lo mejor que tiene la obra, el humor, cuando dijo: “nadie se ha dado cuenta del personaje que aparece de forma generosa, que es la risa”.

El argumento de la obra se desarrolla en un contexto rural: el alcalde de un pequeño pueblo es avisado de que va a recibir la visita de un inspector proveniente de San Petersburgo. Al enterarse, y temiendo que el inspector descubra los trapicheos del Ayuntamiento, el alcalde se reúne urgentemente con el concejal de urbanismo, el de educación, el de sanidad y el juez, todo un gabinete de crisis en el que deciden disimular lo más posible los desfalcos cometidos por todos. Por otro lado, Iván Khlestakov, un viajante, pillo y jugador empedernido se ha quedado sin dinero y se ve obligado a hospedarse en el pueblo con su criado, pero ni siquiera puede pagar la cuenta del albergue y el hospedero amenaza con echarlo a él y a su criado si no ponen al día sus deudas. Al ser la única cara desconocida del pueblo, los funcionarios confunden a Khlestakov con el inspector de la capital, así que lo invitan al Ayuntamiento, donde le agasajan y le colman con comida y regalos. Lo más divertido es que Khlestakov no llega nunca a darse cuenta de la confusión, y toma todos aquellos agasajos, si bien con sorpresa, con bastante naturalidad, y los atribuye a la educación exquisita de sus anfitriones, a quienes no tiene reparos en pedirles dinero, prometiéndoles que se lo devolverá en cuanto le sea posible. En el fondo, el carácter de Khlestakov es el de un simplón con ínfulas de grandeza que realmente piensa que puede ir por el mundo viviendo de gorra. Un pícaro que actúa no del todo conscientemente, sino con ingenuidad, lo que hace que la comedia sea más hilarante. Esta divertida situación es el soporte de una dura crítica a la corrupción hacia la administración pública en la Rusia de Gógol. Parece que el argumento de la obra fue sugerido por su amigo Pushkin, que vivió una situación parecida en que le confundieron con un importante funcionario de la capital cuando se alojaba en una posada en Nizhni-Novgorod.

No tarda el lector en darse cuenta de cómo la hipocresía y las trampas mueven a los diferentes personajes que mantienen un cargo importante en la pequeña población en donde se desarrolla la acción. Cada uno pretende solo su propio beneficio, sin importar las leyes. Por eso, un buen trato con el inspector se vuelve necesario para lograr sus objetivos, como poder ocultar un dinero que estaba previsto para la construcción de un nuevo hospital. Además de su lacerante humor, El inspector de Gógol destaca por su manejo del lenguaje, pues para los nombres originales de los personajes, por ejemplo, Gógol utilizo efectos cacofónicos y juegos de palabras destinados a aumentar la hilaridad en el espectador. La obra de Gógol es una auténtica comedia de enredo que recuerda, en cierta medida, a la picaresca española del siglo XVI extrapolada en este caso en la Rusia del siglo XIX.

Entre los distintos diálogos y desde que los personajes más influyentes de la aldea se ponen en contacto con el supuesto inspector, no dejan de intentar convencerlo de su nobleza y honradez, cuando el protagonista es todo un desvergonzado que aprovecha la confusión para seducir a la hija del alcalde primero y, no contento con ello, a la propia mujer del alcalde. Conforme la situación se embrolla, solo Ósip, el criado de Khlestakov, parece ser el único que se da cuenta de la confusión generada y tiembla porque su señor y él sean descubiertos antes de que puedan escapar.

Es evidente que el carácter corrupto y desvergonzado de los personajes de El inspector de Gógol es algo que trasciende el lugar y la época en donde se desarrolla esta obra, por lo que resulta fácil representar una adaptación de la misma a los tiempos actuales, y en cualquier otro país del mundo, sin que pierda la gracia.

El punto álgido de lo cómico en esta pieza teatral está basado en el continuo cambio de roles que adopta cada personaje, con el fin de aparentar lo que no es. Mientras que el corrupto pretende convencer al supuesto corregidor de su buen hacer dentro de la aldea, exponiendo su bondad a un hombre inculto y sin importancia, este da muestras de poder y soberbia, buscando también su beneficio.

Todos los personajes juegan a un papel que no les pertenece, como si estuvieran en un baile de máscaras en el que cada uno representa una imagen ficticia de sí mismo, elevando sus virtudes muy por encima de la realidad. Del mismo modo, la representación del falso inspector hace creer que tiene grandes influencias entre nobles y famosas personalidades de su época. Así, lo inverosímil se vuelve real entre la mentira que a todos les interesa conservar.

El espectador es el único capaz de predecir el final, mientras que está atento a una algarabía que solo él puede descifrar. A diferencia de los personajes, que viven abstraídos en su propia irrealidad. El final de la obra se vuelve un golpe contra la realidad por parte de los corruptos aldeanos, que terminan siendo robados por el falso inspector, dando un toque de aparente justicia ante un panorama social tan sombrío. Se percibe la catástrofe en boca del mismo alcalde cuando conversa con un comerciante, haciéndole ver que está por encima de él por el anuncio de la boda de su hija con el supuesto inspector. Expone que, de lo contrario, su interlocutor se aprovecharía para aplastarle en el barro. Al final de la obra, el cartero descubre la mentira del usurpador confesada en una carta. Enmudece la aldea al enterarse de la inmediata llegada del verdadero inspector. El cierre es simplemente genial con el alcalde volviéndose hacia el público para recriminarle. “¿De qué os reís? Os reís de vosotros mismos”. Y es cierto que nos reímos de nosotros mismos por no llorar, como en el esperpento, con aquel espejo deformante del que hablaba Valle-Inclán.

El inspector. Nikolái Gógol. Sopena

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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