Henry James escribió: “Las cosas más placenteras de la vida, y tal vez las menos frecuentes, son las sorpresas agradables. Las cosas a menudo son peores de lo que esperamos y, cuando son mejores, bien podemos marcar el día con una piedra blanca”. Así marcaría el día que desembarcó en Inglaterra en 1872, en principio como un viaje literario y de placer, que inmediatamente se convirtió en un deseo irresistible por vivir en la que entonces era la nación más poderosa del mundo. Con el tiempo, su relación con Gran Bretaña fue atemperándose cuando la experiencia le hizo ver que la alabada hospitalidad inglesa no pasaba de la mera superficie, pero no por ello dejó de idealizar ciertos aspectos de sus primeras impresiones que en 1905 recogería en un libro, Horas inglesas (English Hours).
Hay que advertir que estamos ante una obra alimenticia cuya publicación obedeció más a su interés por mantenerse vivo en el mercado editorial que a una auténtica voluntad de reflexionar sobre la Inglaterra de principios del siglo XX. De hecho, los artículos recogidos datan en su mayoría de la década de 1870, quizás con el mordaz deseo de rememorar lo mejor de este país en contraste con el suyo, Estados Unidos, que acababa de visitar por primera vez desde 1876 y que le pareció monstruoso.
Naturalmente, tratándose de Henry James, vamos a encontrarnos con literatura de calidad, puesto que no sabía escribir de otra manera. Además, su proverbial capacidad de observación se halla especialmente afilada en este idílico encuentro con el que sería su país de adopción. Podemos hablar sin exageraciones de un auténtico shock para el que, no obstante, parecía estar preparado: “Existía cierta maravilla, desde luego, en el hecho de que Inglaterra resultara todo lo inglesa que, para mi disfrute, se estaba tomando la molestia de ser, pero esa maravilla habría brillado por su ausencia, y el placer hubiera sido inexistente, si la sensación no fuera violenta.”
Suponemos que se trata de esa violencia propia del déjà vu que golpea la mente con la inequívoca seguridad de que los sueños se convierten en realidad. Un pequeño pasaje de estos artículos parece remitirnos a esta impresión:
Para aquellos observadores imaginativos para quienes Inglaterra en general significa la perfección de pintoresquismo rural, Devonshire significa la perfección de Inglaterra. Yo, al menos, había dado por sentado tan complacido que todas las gracias características del paisaje inglés se encuentran aquí en especial exuberancia, que antes de que cruzáramos los límites ya había empezado a mirar impaciente por la ventanilla del carruaje, buscando el auténtico panorama en acuarelas.
No obstante, es en Londres donde James encuentra esa visión perfecta de Inglaterra que él iba buscando. Puede ser una creencia romántica pensar que en el mundo existe una ciudad que se identifica exactamente con nuestro temperamento, y si no es así, en el caso de Henry James al menos lo parece cuando empieza a tomarle el pulso a la capital británica.
Aunque el escritor se negara siempre a considerarse un cosmopolita, realmente lo que le atrae de Londres es su carácter universal, su mezcolanza de razas, credos y clases sociales, que por entonces no se podía encontrar en ninguna otra ciudad del mundo. Llama la atención la actualidad de sus observaciones dado que, si por algo le atrae Londres es porque encuentra en ella lo más parecido a lo que después han ido derivando las grandes metrópolis durante el siglo XX, y a su vez, al mantenimiento de lugares y costumbres que le remiten con facilidad a la memoria de Dickens y Thackeray.
No quiere decirse por ello que idealice la ciudad hasta el punto de cerrar los ojos ante sus defectos. Para James, Londres es desmañado y brutal en muchos sentidos. Encuentra en su ausencia de estilo, o más bien de intención de estilo, una de las características más generales que presenta la capital a cara descubierta. Las orillas del Támesis son, para él, el ejemplo más evidente de la acumulación de terreno corriente y aburrido, sin ornamentos y sin gracia, sin identidad siquiera.
Londres es un ser vivo donde James se siente más vivo que en ningún otro lugar, como si hubiera sido construido por capas y más capas de materiales que continuamente se van transformando y que tienen como nota común la fealdad y la falta de perspectiva. Por supuesto, no todo va a ir a parar al debe de la ciudad, y la cantidad de céntricos parques, por ejemplo, representan una delicia para el escritor, en los cuales, además, sigue vibrando el corazón de la ciudadanía, desde el Rotten Row donde los aristócratas pasean a caballo hasta el Hyde Park Corner que es, para él, la expresión más democrática de un país civilizado.
Incluso para James lo mejor de Londres es lo que no es Londres, es decir, sus alrededores, la extensa campiña que lo rodea y donde salen los londinenses a poco que haya un motivo medianamente justificado. Por supuesto, tratándose del refinado escritor norteamericano, se viene a referir a esa institución inglesa ya casi extinguida de las casas de campo, donde descubre una buena parte de la idiosincrasia británica: la arbitrariedad.
En páginas llenas de ironía, hace notar que las clases favorecidas eligen para escapar a sus casas de recreo los peores momentos del año: cuando el rigor del clima las hace casi inhabitables. La Pascua o las navidades son fechas señaladas para que unos señores que viven en la más absoluta de las comodidades en la capital emigren a inhóspitos parajes donde se ven obligados a permanecer encerrados en fincas estremecidas por el frío.
Esas “curiosas anomalías” de los ingleses presentan, para el observador extranjero, un interés –diríamos- antropológico que, creo, podemos extender hasta nuestros días:
El carácter nacional e individual es muy positivo, muy independiente; está hecho muy de acuerdo con su propio sentimiento de las cosas; es muy propenso a las excentricidades más sorprendentes; al mismo tiempo, posee más allá que ningún otro este particular don de cuadrarse con la moda y la costumbre. En ningún otro país, digo yo, se encuentran tantas personas que hacen lo mismo, de la misma manera y al mismo tiempo, ya se trate de emplear el mismo lenguaje coloquial, de gastar los mismos sombreros y corbatas, de coleccionar los mismos platillos de porcelana, de jugar el mismo tenis sobre hierba o al polo, de admirar la misma belleza profesional.
Por ese motivo, se pregunta James cómo esta sociedad es capaz de reconciliar la insularidad tradicional de la persona particular con ese perpetuo homenaje a los usos y costumbres, y llega a una respuesta sorprendente: se debe a su gran libertad de acción; es decir, pudiendo elegir, eligen todos actuar de la misma manera: una curiosa reflexión sobre el progreso de la civilización, que en aquel momento representaba Inglaterra.
Son las jugosas consideraciones de un escritor que hizo de la observación su modo de vida. Como le ocurriera después a Josep Pla o a Joseph Roth, en este tipo de artículos no hay una sola línea de Henry James que no sea capaz de extraer opiniones atemporales, lúcidas intuiciones, retazos de vida que siguen palpitando en nuestros días.
Londres. Henry James. Alhena Media.
Viajes con Henry James. Ediciones B.
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