Después de 21 años de estancia continuada en el continente europeo, Henry James se embarcó el 24 de agosto de 1904 rumbo a Estados Unidos. Fue un viaje muy pensado, con las dudas y los temores naturales en un hombre de sesenta años que nunca se había sentido a gusto en su país. Sin embargo, en América lo esperaban con los brazos abiertos: en cuanto se difundió la noticia de su visita, el gerente de la editorial Harper & Brothers le propuso recoger sus impresiones norteamericanas en la North American Review y hacer luego un libro con las notas. La escena americana (American Scenes) se publicó en 1907, con un recibimiento muy condescendiente por parte de la crítica: por entonces, Henry James era, a ojos de los americanos, un escritor adorado, casi intocable, un acontecimiento social en sí mismo, hecho que el mismo James aprovechó en beneficio propio: dio docenas de conferencias, a 500 dólares cada una, en salones y universidades que se llenaban para ver y escuchar al viejo dinosaurio mientras declamaba con perfecta parsimonia siempre el mismo texto, La lección de Balzac.
Cuando el coronel Harvey lo invitó a escribir sus “impresiones” no sabía hasta qué punto estaba tentando la sinuosa mirada de James. La escena americana es un diario personal, un viaje por el tiempo y por el espacio, dotado de un rigor literario más cercano a una novela que a una crónica de viaje. El único personaje de la narración es el propio Henry James y no hay un solo actor más. Los escenarios, como veremos, cambian, pero con esa especie de magia tan propia de él, lo mismo estamos en los Estados Unidos de su infancia y juventud que en el presente o incluso en el futuro. El tiempo se diluye, las ciudades se transforman en el mismo párrafo según sean escritas por el “analista inquieto” o por el “peregrino repatriado”, nada escapa a la observación detallada, el habla, las costumbres, los monumentos, el silencio, el vacío, la riqueza, el progreso, la fealdad, las personas; una frase sigue a la otra, casi sin solución de continuidad y Estados Unidos se convierte, más que en un país, en una conciencia hipnótica, ambigua y fascinante.
Los artículos están llenos de hallazgos, desde la constatación de esa falta de horizontalidad que será ya la seña de identidad de Nueva York hasta la ingenua apariencia de las casitas de madera que aún quedan en Salem, como náufragas de una civilización que está creciendo de espaldas al pasado; de la impersonalidad comercial de los hoteles al furor de los sonidos de la calle. Es el expatriado europeo el que observa pero también es el ciudadano del mundo acostumbrado a buscar la belleza en los edificios y el encanto en el urbanismo y que en Estados Unidos, sin embargo, encuentra que nada está hecho para perdurar, que el dinero es la única medida de las cosas, o ni siquiera la medida, porque todo es desmedido, espectacular en su anchura y en su vacío, como ocurre en Washington, o chabacano y gris hasta la hartura, cuando descubre el desmadejado crecimiento de Newport.
Henry James no retrocede en sus apreciaciones, aun sabiendo que el público que lo lee es autóctono. Elogia al americano en tanto sabe aprovechar el progreso y la técnica para hacer más fácil la vida, pero no entiende que, pudiendo hacerlo con buen gusto, se decante por la fealdad. Se impone en él el hombre refinado y juicioso que sabe perfectamente el momento que está viviendo; el hombre que ha visto la cuna de la civilización en Europa, los logros de la cultura occidental, y que es consciente de que en Estados Unidos está comenzando una nueva etapa histórica sin tener en cuenta la Historia. Por eso, se reviste de una autoridad autoimpuesta basada en la apreciación objetiva, sin ánimo de molestar al lector americano, sino más bien recordándole que los juicios de valor puede ser universales si se hacen racionalmente:
Tener una mínima propensión mental a la crítica o, como he gustado llamarla, al análisis, significa someterse a la superstición de que los objetos y los lugares, reagrupados coherentemente, dispuestos para el uso del hombre, deben tener un sentido autónomo, un propio significado místico que dar: que dar, naturalmente, a quien participa de verdad implicado y destacado a un tiempo, sin la urgencia de hacer un balance de toda la cuestión. Un individuo así de perverso está obligado a aceptar como teoría de trabajo el hecho de que la química de la crítica consienta extraer la esencia de casi todos los aspectos reconocibles de cada cosa y que, para nuestra conveniencia, esta nos revele su naturaleza y la fórmula. Desde el momento en que, para ahorrar energías en un caso difícil, el crítico se halla de nuevo con el hecho de lamentarse que las apariencias puedan no tener significado, desde ese momento él comienza, con plena conciencia, a hacerse añicos; que la gran carga y el alto honor del pintor de la vida, de hecho, es siempre dar un sentido –y darlo en proporción creciente, cuanto más inconexas y confusas son las apariencias inmediatas.
Quien lea este fragmento, entenderá que la honradez de Henry James le impide regalarle los oídos al público que lo lee y que en más de una ocasión “necesita” justificarse ante ellos. No obstante, las impresión que se extrae de la lectura de La escena americana no es la de un escritor retornado que observa con horror en qué se ha convertido su nación, sino la de un hombre que piensa en alto mientras pasea por las calles de unas ciudades que le son extrañas más por razón de edad que de gusto. En este sentido, encontramos más al Henry James que se siente anciano en medio del mundo que al mero notario que levanta acta de cuanto ve.
Como decíamos, el escritor halló en Estados Unidos un reconocimiento que tal vez no esperaba. En Washington lo recibió el presidente Adams en la Casa Blanca, con quien almorzó. Los periodistas se volcaron con su visita; las universidades lo colmaron de elogios y honores. Recorrió el país entero: toda la costa Atlántica, desde Richmond hasta Florida; subió hasta Chicago para seguir por Indianápolis; se trasladó a San Diego, Los Ángeles y Seattle. Imaginamos al insigne autor sentirse profeta en su tierra, y a cambio le regaló esta magnífica obra, cuya calidad está muy por encima del propósito alimenticio que lo inició.
Sin embargo, de ese viaje a Estados Unidos no salió indemne; su vida cambió a partir de ese momento. De regreso a Europa, y con el encargo de publicar sus obras completas, Henry James se consagró a su país en todos los aspectos de su vida y de su obra. Un vistazo a sus narraciones posteriores nos revela que casi todas tienen como escenario Estados Unidos. Desgraciadamente, estas notas sobre el país quedaron tan solo restringidas a las ciudades de la Costa Este: tal vez no se vio con fuerzas para seguir indagando en la civilización norteamericana que vio en Chicago o California, si bien su intención, al comienzo de su periplo, era otra; en una carta a su editor, James estaba convencido de ser capaz “no solo de escribir el mejor libro (de observación social, documental y, de hecho, humana) que se haya dedicado jamás a este país, sino uno de los mejores -¿por qué no decir el mejor?- que se haya dedicado jamás a cualquier país”. Quien lea este espléndido libro comprenderá que la ambición de Henry James estaba plenamente justificada.
La scena americana. Henry James. Oscar Classici Mondadori.
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